El
grito del tambor:
Una
de las mejores novelas dominicanas
José
Rafael Lantigua
Por años, tal vez por décadas, se ha
planteado en los medios literarios dominicanos, con insistencia inaudita, la
supuesta necesidad de construir la llamada gran novela dominicana. Es como si
nos propusiésemos la búsqueda del Santo Grial o de El Dorado en el ámbito
narrativo de nuestra comunidad literaria.
Tal vez, no estamos seguros, en algún
tiempo pasado éste pudo ser un tema de interés, sobre todo en ese interregno de
dubitaciones y búsquedas que comprende la etapa de la posdictadura –un terreno
acuoso e impreciso de reordenamiento y emplazamientos de la escritura narrativa
y poética- y el espacio de la liberación del lenguaje desde todos los ángulos
del ejercicio literario, licencia que se entroniza y revela como consecuencia
de la nueva sociedad que se construye, a trancas y barrancos, entre la segunda
mitad de la década sesentista y, digamos, los plenos ochentas.
El debate sobre la búsqueda de esa gran
novela, siempre ha estado sobre el tapete, aunque sin dudas en los últimos
tiempos con menor intensidad y despliegue, pero en cualquier tarde algún fanático
religioso literario lo saca a espabilarse en las compuertas por donde fluyen
siempre los mismos resabios y las mismas añazagas vencidas ya por el tiempo,
que una que otra voz desubicada intenta seguir prevaleciendo.
La verdad es que, ni antes ni ahora, hemos
tenido necesidad de buscar, o construir, o diseñar, esa novela que por años y
por décadas asumimos –hemos de incluirnos- como fundamental para poder levantar
los andamios de la aspirada gran narrativa dominicana. Y no ha existido esa
necesidad, salvo cuando la inventamos como panacea literaria, porque la novela
es parte del desarrollo de la sociedad misma, y sus constructores van fraguando
su impronta y su destino en la medida en que la sociedad provee las
herramientas para su construcción, o sea cuando los niveles de la
imaginación creadora se van surtiendo del
estudio, la investigación, la
apreciación y el conocimiento para poder ensartar el entramado ficcional de la
realidad.
Por esa razón, en más de un oportunidad
hemos destacado otra necesidad que sí hemos de considerar clave para producir
ese proceso si se quiere, de maduración del ejercicio novelístico en nuestra
sociedad literaria, y es el descubrimiento de filones narrativos que no han
sido asumidos a plenitud desde la narrativa larga –la narrativa corta ha sido
más robusta y encandilante en este sentido-, y que sin embargo, están ahí: en
la historia, en la geografía, en los procesos sociales, incluso económicos, en
las diatribas políticas, en las biografías de personajes relevantes que,
apenas, han sido nombrados o examinados desde el ensayo historiográfico, e
incluso en la cotidianidad citadina o rural, en la diseminación temática
provinciana o en los recovecos múltiples de la realidad que aflora a cada
instante en la crónica roja o amarilla de los diarios.
En otras palabras, la realidad dominicana
está preñada de temas múltiples para ser novelados, y lo que ha faltado han
sido narradores que investiguen, que se adentren en sus recodos históricos o
sociales para encontrar el filón que permita ir levantando una novelística
atractiva y consolidada. No es pues, queremos decir, la búsqueda de una gran novela
lo que importe a nuestra literatura, sino la construcción de novelas, en
plural, que se internen en la realidad desde cualquier ángulo para edificar una
narrativa de largo alcance, estimable, disfrutable, que trascienda los linderos
del patio nacional.
La búsqueda del Santo Grial novelístico
dominicano, enarbolado casi como una experiencia religiosa a partir de los
sesentas, es una búsqueda falsa, y por demás, inútil. Pongamos por ejemplo, la
novelística latinoamericana de las últimas dos décadas, o sea la construída a
partir de los hallazgos inconmensurables de García Márquez, Rulfo, Cortázar,
Fuentes, Vargas Llosa y todos los otros conocidos. Esa “nueva” novelística
ofrece ejemplos admirables, en una carrera que casi se me antoja calificar de
desbocada, porque se oferta entre saltos y tumbos, en altas y bajas, entre
ascensos y descensos, porque esa es la dinámica de la novela en cualquier
latitud. No
todo lo que brilla es oro en esa
novelística latinoamericana actual. Nunca se ha ido por esos predios tras la
búsqueda del Dorado novelístico, se ha ido fraguando la estela narrativa con
ejercicios y experiencias, donde algunas dan el salto de la calidad, y otras se
quedan en el intento.
Incluso, el propio boom de los sesentas, que todos conocemos, no nació como una
búsqueda, ni siquiera como un intento grupal; surgió como un ejercicio continuado, e incluso
individual, y basta leer a Pepe Donoso en su “Historia personal del boom” para
conocer y comprender las características de este proceso.
En la literatura dominicana se ha ido
conformando un proceso de consolidación del ejercicio novelístico, a través de
la búsqueda válida: la del filón temático pendiente, que tiene múltiples
filamentos. No hay dudas, sin embargo, que esos filones han sido desbrozados
primero por novelistas no dominicanos, que han sido más diestros que los
nuestros en el ensamblaje de sus novelas mediante el aprovechamiento de los
recursos que el imaginario dominicano provee desde la ensenada fértil de
nuestra realidad, como han sido los casos de Mario Vargas Llosa (que “robó” a
los novelistas dominicanos la gran trama del tiranicidio y la de la dictadura
trujillista), de Mayra Montero, de Alberto Vásquez-Montalbán, de Alberto
Vásquez Figueroa, de Santiago Roncaglolio, e incluso de una dominicana de la
diáspora como es Julia Alvarez, sin dejar de mencionar la laureada novela de
Junot Díaz, o las novelas aún no traducidas, que sepamos, de las dominicanas
Angie Cruz (“Soledad”) y Loida
Maritza Pérez (“Geographies of Home”),
hijas de la emigración que dibujan en sus obras las características de familias
caribeñas, en específico dominicanas, desde New York City o Washington Heights,
con sus trasuntos sentimentales, su vida bizarra, sus caos familiares y sus
colapsos identitarios.
Pero, la novela dominicana ha ido asumiendo
la búsqueda de esos filones temáticos, que sin embargo deben seguir siendo
investigados, descubiertos, ahondados, para que la novelística nuestra
encuentre cauces novedosos, y pueda agigantarse el conocimiento y atractivo de
la misma. Ejemplos trascendentes tenemos, en el Carlos Esteban Deive que asume
las devastaciones de Osorio; en el Avelino Stanley que descubre los tortuosos episodios de asentamiento de los cocolos
venidos de las islas inglesas para trabajar en los ingenios de azúcar; el
Marcio Veloz Maggiolo que empalma su memoria vívida con vaivenes, ocasos y
penumbras de la vida barrial de la gran ciudad; el Pedro Antonio Valdez que se
inserta en las desventuras y voluptuosidades del burdel, que revela la sordidez de las historias
corales de personajes de gris estampa o que se interna en las identidades de la
juventud de nuestros tiempos; en la original manera de describir un mundo de
ascensos y descensos de Jeannette Miller; en los trasfondos familiares de
naufragio y pasiones que revela Carmen Imbert Brugal; en la enunciación de
tramas de vidas maltrechas de Ligia Minaya; o en el revelado de un tema y de un
estilo de narrar que nos sacude en un sentido o en otro, de Rita Indiana
Hernández.
En ese trayecto de maduración indiscutible
de la novela dominicana, Emilia Pereyra descubre hoy un filón nunca antes
asumido, y que se remonta a nuestra historia colonial, y al caso específico de
la acción corsaria del inglés Francis Drake.
Drake había sido parte de las expediciones
realizadas por el marino y comerciante inglés John Hawkins, quien contando con
el respaldo financiero de capitalistas ingleses, adquirió barcos para realizar
intercambios comerciales en La Española, hacia 1562, proveyendo negros africanos
y mercancías, a cambio de azúcar, cueros, cañafístolas y palo Brasil. El
negocio fue próspero durante corto tiempo, porque la flota de Hawkins fue
diezmada por barcos españoles en México, y uno de los pocos que se salvó de esa
tragedia fue el marino Francis Drake.
Este incidente, anota un reconocido
historiador, deterioró las relaciones entre Inglaterra y España, y cuando los
ingleses decidieron apoyar los movimientos independentistas de los holandeses
contra el dominio español, Felipe II ordenó perseguir y apresar todos los
barcos extranjeros surtos en puertos españoles, actitud que provocó la ira de
la reina Isabel I, quien entonces ofreció apoyo financiero y político a Francis
Drake para que zarpara hacia la Española y “castigara al Rey de España en los
dominios colonizados de las Indias”.
Así llegó Drake, después de muchas
peripecias marítimas, a nuestras costas, creyendo que iba a encontrar la ciudad
floreciente que se había descrito en Europa, y lo que descubrió fue una ciudad
languideciente, llena de miseria y castigada por severas limitaciones de todo
tipo, entre ellas la de no poseer mecanismos de defensa que le permitieran
enfrentar a los corsarios ingleses, crueles y decididos a saquear a cualquier
precio las escasas riquezas de la abandonada colonia.
“Un mes completo pasaron los ingleses en
Santo Domingo, alojados en la Catedral, saqueando todo lo que pudieron y no fue
sino después de largas negociaciones que Drake aceptó desalojar la plaza,
recibiendo como compensación la suma de 25,000 ducados, que fue a lo que
alcanzaban las joyas, la plata y el oro sacado por el Presidente y el resto de
los vecinos. Además del rescate pagado, Drake consiguió llevarse las campanas
de las iglesias, la artillería de la Fortaleza y los cueros, azúcares y
cañafístolas que encontró en los depósitos del puerto de Santo Domingo y otros
almacenes” (1).
Esto ocurrió en 1586, y 69 años después, en
1655, los ingleses volvieron a la carga contra Santo Domingo, esta vez en la
expedición del almirante William Penn y el general Robert Venables, pero en
esta ocasión don Bernardino Meneses y Bracamonte, el llamado Conde de Peñalba,
preparó con antelación la defensa de la plaza, y los ingleses fueron vencidos
por 1,300 lanceros criollos que emboscaron en diferentes sitios a los
invasores, matando a unos 600 ingleses y dejando heridos a unos mil.
Esa historia de Drake, de 1586, apenas
esbozada en los libros escolares de historia, es la que la novelista Emilia
Pereyra redescubre y describe de forma
amena y con un cautivador estilo, y creo decir poco, porque debiéramos afirmar
sin ambages que la novela es, en prosa y argumento, en descripción de los
hechos y en el imaginario que la completa, una obra narrativa magistral.
Ese “zorro de la mar”, en cuyo interior “no
mengua el fuego”, que es Francis Drake, alista su flota por el proceloso mar
Caribe para golpear a la corona española, y honrando la confianza de su reina ,
saquear los bienes de Santo Domingo para irlos a depositar, no sin sus mañas
corruptoras, a los pies de esa monarca a quien idolatra y de quien se rumora
vive permanentemente enamorado.
Cuando las naves son avistadas por los
lugareños, entrando por Caucedo, el alguacil mayor de la ciudad, Juan Melgajero
corre a informar la mala noticia al gobernador y presidente de la Real
Audiencia, don Cristóbal de Ovalle, quien primero desconfía de la noticia que
recibe, y luego, pusilánime, corre a esconderse dejando a la ciudad y sus
habitantes a expensas del corsario invasor y de sus huestes demoníacas.
La “descomunal invasión corsaria” lleva al
Gobernador Ovalle a establecerse en Peralvillo, “ese lugar distante y montaraz,
arropado por los árboles y la maleza”, y con su debilitada autoridad allí se
queda, mientras el huracán corsario siembra el terror entre los vecinos que
gritan desaforados en un ambiente dominado por el desconcierto, la agitación y
la incertidumbre.
“Lloran mujeres y niños. Se lamentan
jóvenes y ancianos. Trepidan esclavos y temen los soldados, sabiéndose mal
apertrechados y sin dirección para defender la ciudad de la acometida de los
invasores, acostumbrados a devastar pueblos y sofocar vidas” (2).
Los pobladores huyen en estampida, con sus
recuas y carretas, con sus pobrísimas pertenencias, hacia Guanuma y Peralvillo,
y los más pobres huyen a pie “por los pedregosos atajos”, llevando “algunos
alimentos y el pánico en las espaldas”. Huyen las familias de abolengo, los
Solano, los Zapata, los Balmaseda, los Berroa; huyen monjas y frailes, tocando
sus crucifijos, mientras “los rostros, las voces y el aire son asaetados por
oleadas de pavor”.
En París, “el fiel y meticuloso embajador
Bernardino de Mendoza, también jefe de los servicios secretos del imperio
español”, se empeña en conocer y describir desde lejos la aventura corsaria,
buscando impedir que Drake continúe debilitando a la Corona ibérica.
Pero, Drake, con sus imbatibles carcajadas, afirma que Santo Domingo será “un
bocado de perdiz”, mientras su lugarteniente, “el envarado comandante”
Carleill, ordena el desembarco por Haina, haciendo caer un diluvio de
artillería, y “como falanges diabólicas que arrasan personas, cosas y animales,
ingleses y negros entran a casas y edificios, rompiéndolo todo”.
Horas después de su arribo, Drake y sus
tropas “mantienen el infierno en constante crepitación. Derriban puertas y
desportillan ventanas. Lanzan a las calles bártulos de las iglesias por pura
malignidad. Vuelven añicos vajillas; rasgan ropas, sábanas y manteles.
Deguellan animales y queman huertos caseros. La oposición ha sido aniquilada. Santo
Domingo se vuelve tierra arrasada” (3).
Y mientras el acaudalado literato Francisco
Tostado de la Peña, docto y parsimonioso, camina despreocupado por la calle Las
Damas, justo al detenerse ante la puerta del Arzobispado, un cañonazo le abre
el pecho, y aquel “hacedor de rimas” nacido en Santo Domingo se convierte en la
primera víctima conocida del ataque corsario. Desde otro ángulo, el sacerdote
Cristóbal de Llerena y la monja Leonor de Ovando, negados a huir de la ciudad,
siguen, entre oraciones, la trayectoria vil de los desmanes, mientras ven
incendiarse el convento, desvalijar la Catedral Primada, y dañar por pura
maldad los murales de las capillas.
“Algún día –sentencia Llerena- mi pluma
recogerá la hecatombe y la miseria humana de los nuestros y de los invasores”.
Su entremés, en efecto, representado tiempo después en el atrio de la catedral,
pasará a la historia como secuela literaria de aquel fatídico momento, y como
preludio de la actividad teatral en la isla.
Al asedio corsario, se han unido los negros
cimarrones, con sus atabales, sus cantos y sus danzas. Algunos historiadores
atestiguan, conforme investigaciones, que había en la isla alrededor de veinte
mil negros, que habían llegados a la Española como esclavos, importados para la
labranza o contrabandeados. Los negros se asocian a Drake para el saqueo, en
venganza contra el dominio español. La cimarronada
pues, contribuye al incendio de la ciudad, con actitud violenta y vengativa;
“sembradores del horror” los llama Drake, complacido por esa contribución.
“El tan
tan y el canto ronco de los negros erizan la piel, estremecen cuerpos y
espíritus y llenan de horror el ambiente caldeado….También sir Francis toca su
tambor con alborozo, contempla desde los acantilados la devoradora destrucción
y echa su carcajada a los traviesos vientos del trópico” (4).
Las negociaciones para poner fin a aquel
episodio sangriento y porfiado, se realizan en un ambiente tortuoso. Llevadas
por orden del miedoso gobernador Ovalle, Garcí Fernández de Torrequemada,
orgulloso y sin miedo, enfrenta las intenciones extremas de Drake, que no cree
en la decadencia de la colonia y en que las “arcas andan flaquísimas”. Exige lo
imposible. Clama y amenaza. Sentenciados a muerte y a fuego, las debilitadas
autoridades y el pueblo recogen todo lo que tienen para darlo al invasor
inglés, cuyas huestes lucen cansadas, aburridas de un mes de horror y pocas
esperanzas de riqueza. Al final, con 25 mil ducados y otras pertenencias, los
navíos se hacen a la mar. Han vivido “un mes desgastante en sus agitadas vidas de
leones marinos y devoradores de puertos y villorrios”.
Negros, y sobre todo negras, van en la
carga hurtada. Una negra especial, Sardá Angola, de “fuerza desmadrada”,
hermosa e indomable, forma parte del botín que enfila hacia Inglaterra. Drake
se ha enamorado de ella, diríamos que ha quedado embrujado por su fiereza, sus
lanzas verbales, su espíritu descocado, su cuerpo cimbreante, su “talla de
espiga, su melosa sonrisa” y sus “macizas cumbres de chocolate”. Ella lo
maldice, lo maldecirá siempre. Y cuando Drake intenta hacerla suya, ella se
lanza a la mar, no sin antes advertirle que él morirá en América “como un
granuja”. En efecto, Francis Drake, enfermo de disentería sangrante, moriría en
Portobelo, Panamá, diez años después de este suceso, y su cuerpo se lanzaría al
mar en un ataúd.
Emilia Pereyra construye una novela
portentosa, agradable, sólida, de lenguaje admirable. Describe una realidad con
soltura y conocimiento, y organiza un presupuesto narrativo que se vigoriza con
sus capítulos de hermosa y precisa confección, con las
descripciones de sus personajes en sus más variados encajes, incluso de algunos
que como el mozuelo adulón, “el más rendido seguidor del almirante”, llenan un
espacio en el contexto novelístico, o como el piloto de la nave que, a través
de sus bien ensamblados cuadernos de bitácora, forja otro ángulo de criticidad
descriptiva que permite un jalonamiento expositivo de toda la trama.
“El grito del tambor” es no solo una muy
buena novela; es, o debe ser, una de las mejores novelas de la narrativa dominicana
de los últimos decenios. Y me apego a tres únicas razones: descubre para la
literatura un filón histórico solo descrito en los huertos de la historicidad
escolar o en los libros de los historiadores; ensambla esa historia con la
soltura vitalísima de un imaginario basado en la realidad, levantando una
ficción inolvidable que permite evaluar y conocer esa historia desde una visión
más completa y vivaz; y está escrita tras una prosa precisa, un lenguaje gozoso
y una estrategia descriptiva gloriosamente eficaz.
Cuando Francis Drake ordena levar anclas y
regresar a los dominios de Isabel I, el comandante del barco anotará en su
cuaderno de bitácora lo siguiente: “Hemos de ser conscientes y considerar que
durante siglos esta aldeucha de Santo Domingo recordará la invasión arrasadora
de mi señor. Dios nos perdone a todos, incluyéndome a mí, sumado como un mudo a
tanto desafuero, aunque ha de saber mucha gente que nada más es posible lo que
el Todopoderoso permite con su asombrosa potestad” (5).
Los lectores de Emilia Pereyra deben
sentirse pues, regocijados de poder reencontrarse con esta historia desde su
narración esplendorosa, para recordarnos a todos la tragedia que el corsario
inglés creara en aquel territorio ancestral sumido en la pobreza, la desdicha y
el abandono de la Corona española. Un acierto narrativo extraordinario de la
feliz autora de otra novela inolvidable, “El crimen verde”, que merece con
creces la atención de todos los buenos lectores de aquí y de allá. Nada más ni
nada menos.
Citas
1. Todos
los datos históricos fueron consultados en “Manual de Historia Dominicana” de
Frank Moya Pons. Academia Dominicana de la Historia, Vol. XLIV; Industrias
Gráficas M. Pareja, Barcelona, 1977.
2. “El
grito del tambor”, Emilia Pereyra, Alfaguara; 2012. p. 19.
3.
Op. cit. p. 38.
4. Op. cit. p. 127.
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